Manifestaciones públicas no deben devenir en muestras de anarquía y libertinaje

Siempre estuvimos a favor de las manifestaciones públicas cuando se ajustan a derecho y se realizan dentro de lo establecido por las leyes. Sin embargo, está visto que hay ciudadanos que aún ignoran que el derecho de uno termina donde empieza el ajeno, y creen que pueden formular sus reclamos, ganarse algún dinero o utilizar lugares públicos sin respetar la ley ni las más elementales normas de convivencia.

Se ha vuelto habitual protestar frente a una institución pública ocupando los lugares de entrada y salida, e impidiendo así el ingreso de la gente. Cerrar rutas para exigir un subsidio o un permiso para practicar el contrabando, “cuidar” coches privatizando de hecho espacios públicos, vender productos de origen ilícito en las veredas o escapar de las inundaciones instalándose en las plazas, constituyen flagrantes atropellos que ocurren en las narices de quienes tienen que aplicar las leyes, que prefieren hacerse los “ñembotavy” para no exponerse a la pérdida de votos en los próximos comicios.

Así, se tolera que se impida el libre tránsito, se compita deslealmente con los comerciantes honestos, se extorsione a los automovilistas y se prive del uso de un espacio público a los vecinos. Si se ha llegado a este repudiable estado de cosas es no solo porque la cobardía se ha arraigado en las autoridades, sino también porque se ha extendido la falsa creencia de que algunas personas, por ser de escasos recursos, están exentas de cumplir las leyes. Da la impresión de que, por el solo hecho de serlo, tendrían una suerte de superioridad moral que las libera de la obligación de respetar al prójimo.

De esta forma, no se cumplen las leyes ni se las hace cumplir, como si la democracia implicara que cada uno puede hacer lo que se le antoje. Se cierran calles a cualquier hora, sin que a los manifestantes les importe el derecho de los demás a circular por ellas. Se abusa de un derecho para violar el orden público, haciendo que la libertad degenere en libertinaje.

La democracia no es sinónimo de anarquía, situación en la que impera la ley del más fuerte. En el Estado de derecho, consagrado en la Constitución, la ley sancionada por los representantes del pueblo rige para todos, con independencia de su poder político o de su posición económica. Nadie debe estar por encima de ella, y su vulneración debe ser sancionada para que, entre otras cosas, la conducta ilícita no sea imitada, como está sucediendo.

Si la ley es ignorada sin que las autoridades se inmuten, en un ambiente de tanto irrespeto por las leyes, se corre el riesgo de que las anomalías se multipliquen y los buenos terminen haciendo justicia por sí mismos o reclamen al hombre providencial que ponga las cosas en su lugar, aunque este instaure “la paz de los sepulcros”, como alguien denominó a la que existía en la época de Alfredo Stroessner. Sería deplorable que se llegara a tales extremos por culpa de autoridades acomodaticias y pusilánimes.

El Estado tiene el monopolio de la fuerza legítima: los ciudadanos deben confiar en que ella será empleada en su protección, y en que ni la riqueza, ni la pobreza ni el poder político habrán de otorgar impunidad a los infractores. El sistema democrático puede y debe velar por la seguridad de todos por igual. Para eso no hace falta ningún “hombre fuerte”, sino que el Estado haga sentir todo el rigor de la ley para defender la vida, la libertad y los bienes de las personas.

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